Los peluqueros y la Revolución
En cuanto a la actuación de
los peluqueros en la revolución,
existen dos anécdotas, una trágica, la del peluquero del General Villa y otra
algo chusca, que se desarrolló en una céntrica peluquería de la ciudad de Chihuahua.
Comencemos, con la primera,
resulta que en el pueblo de Namiquipa había un peluquero de nombre Luis Rosas,
muy amigo de Villa, a quien con frecuencia le cortaba el pelo y lo afeitaba, a
la vez que le
servía para informarle de cosas que le
interesaban, por lo que el
general le tenía una gran
confianza.
Sabido esto por uno de los
jefes carrancistas, se trasladó a Namiquipa y, tras de un
estrecho interrogatorio a que
sujetó al peluquero, acabó
por hacerle una proposición:
“Le dijo que
si en la próxima ocasión que
bajara de la sierra Villa y se
pusiera en sus manos
para servirle, le cortaba el cuello, le daba mil
dólares”.
Rosas se negó a
semejante cosa asegurando que ni tenía ocasión
de ver a Villa, ni
valor para realizar
tal acto, en el
remoto supuesto de
que llegara a verlo.
El jefe insistió aumenta
ndo la oferta, pero aquél se negó de nuevo y así,
en una especie de regateo, la recompensa
iba subiendo de dólares hasta que se cerró
el trato bajo las
siguientes bases:
“Cinco mil dólares, de los
cuales recibiría dos mil al contado y los tres restantes cuando consumara el
asesinato”
Seguro ya del trato, el jefe
carrancista evacuó el pueblo de Namiquipa
y dos días después entraba Villa
con su gente y lo primero que hizo fue
dirigirse a la peluquería de su amigo Rosas, pues traía largo el cabello y
bastante crecidas las barbas.
Hubo los saludos de rigor y ocupó
el general el único sillón que tenía el establecimiento, no sin haberse quitado
la "guayabera" y desabotonado
la camisa, dejando al descubierto su corto cuello. El
peluquero comenzó a cortarle el pelo, luego empezó los preparativos para
afeitarlo.
Nerviosamente agitaba la
brocha dentro de una enorme taza,
produciendo jabonadura, con la que empezó a embadurnar la cara de Villa. A medida
que el trabajo continuaba, Villa notó que le temblaba la mano a Rosas e incorporándose
desconfiado le preguntó:
¿Qué te pasa hermanito?, ¿por qué
tiemblas?
No tiemblo, mi general, es que
anoche corrí una parranda y estoy así. Le contesto el general, “Ah, vamos, pos
sigue tu trabajo y cuidado
con que me vayas a cortar”.
Pero el nerviosismo aumentaba
en el peluquero y el General Villa, notó, que además lo veía con frecuencia en
el espejo como si esperara la ocasión de que se quedara dormido, por lo que no pudiéndose
contener se levantó del asiento y sacando
la pistola le dijo:
“Me vas a decir qué tienes
o te descerrajo un
tiro”, el peluquero, lívido como
un muerto, le contó lo que había
pasado, el compromiso
contraído y acabó por
afirmarle que nunca sería capaz de
cometer semejante traición, que los dos
mil dólares que le
habían dado allí
los tenía, mostrándole el fajo de billetes en uno
de los cajones, con los cuales se
iba a ir a Chihuahua
a establecerse o a devolvérselos al jefe carrancista.
Villa lo miro y le dijo: “Bueno
hombre, si eso es todo, sígueme afeitando, pues no me voy a quedar a medias”
guardo pistola. El peluquero le puso de nuevo el peinador, volvió a jabonarle la
cara y continuó su labor, nervioso
todavía.
Cuando concluyó, Villa se abotonó
la camisa, se puso la guayabera y
rápido como un relámpago sacó de nuevo el revólver y le dijo, disparándole un
tiro:
“Toma pa’ que no andes
aceptando comisiones de esa clase”.
Al escuchar el disparo, entraron dos miembros de la escolta
villista que se habían quedado afuera y encontraron en el suelo, estremeciéndose
en los últimos momentos de agonía, al peluquero. Le preguntaron a
Villa: ¿Qué pasa, mi jefe?
El general les contesto, nada, es que
este desgraciado me había
traicionado, volvió a enfundar su pistola, brincó sobre
el cadáver para acercarse al
cajón de los billetes, sacó el fajo, lo guardó en una de las bolsas
del pantalón y, brincando de
nuevo sobre el cadáver,
salió de la peluquería y montó
a caballo, diciendo: ¡Vámonos,
muchachos!.
La otra anécdota, ocurrió en
la ciudad de Chihuahua, resulta, que en tiempos de la revolución había un
coronel de apellido García, este era un tipo impulsivo, sanguinario, mal
hablado, pues decía muchas groserías. Platicaba en voz alta. Cierto día se
dirigió a una peluquería ubicada en el centro de la ciudad de Chihuahua y a sus
acompañantes les decía que a él nunca le gustaba que los peluqueros le hablaran una sola palabra mientras le cortaban el pelo.
Entró a la peluquería y vio junto
a uno de los sillones a un individuo,
al parecer peluquero, que estaba sentado y le dijo:
“Vamos amigo a pelarme pronto,
pero no me hable una sola palabra porque se lo lleva”.
“Señor” le contesto,
parándose, es que, el coronel no lo dejo seguir, le dijo:
“Usted se calla, tal por cual o le quito el
resuello. Ya le digo que no me hable usted una sola palabra”.
“Pero, señor coronel, contesto
el individuo”.
“Qué coronel ni qué ojo de
hacha, a trabajar desgraciado y sin chistar” y como acompañó a las palabras con la acción de sacar la
pistola, el hombre aquel tomó un vestidor, se lo colocó al coronel y empezó a
cortarle el pelo temblando.
El militar tomó un periódico y se puso a leer mientras el peluquero cortaba
y cortaba, veinte minutos después,
el coronel levantó la cabeza para verse en el espejo y vomitando
una andanada de groserías se puso de pie preguntando:
¿Pero qué diablos
me ha hecho usted? Estoy todo tusado,
tal por cual”.
“Señor coronel dijo el pobre
hombre, considerándose en las cercanías de la muerte al
ver que el militar sacaba la
pistola, “usted no me ha dejado explicarle”.
“¿Y qué me va a explicar, tal
por cual”?
“Que yo no soy peluquero, vine
a tomar la medida de los vidrios que faltan en esa vitrina y esperaba
al maestro para ir a comprarlos, pero usted me obligó a pelarlo”
Una sonora carcajada estalló
en todos los que estaban en la peluquería.
El coronel, viendo para todos lados, optó por reírse también, y el
pobre vidriero aprovechó el momento para salirse a todo escape y correr por la acera
hasta dar vuelta en la primera esquina.
El coronel se vio de nuevo en
el espejo, riéndose. Aquello parecían
mordidas de burro, como suele decirse, y todo el mundo celebraba el incidente con muchas risas.